el pájaro






A Ruth Daveyba Olivera Salazar,
amor mío.

Podés vivir en mí,
Podés vivir en un fantasma
(Charly García)

This is the key to the kingdom and this is the town
This is the blind horse that leads you around
(Bob Dylan)



1

El Pájaro llegó a la ciudad caminando.
Llegó a las cinco de
la tarde, un miércoles
muy caluroso de enero.
Medía dos metros y era inmortal,
pero estaba cansado de la vida.
Caminaba
como caminan los gatos, con precisión,
administrando muy bien la energía.

Se sentó en un café,
en las sillas de afuera,
bajo una sombrilla,
para evitar el sol rabioso,
y esperó a que lo atendieran.

La gente alrededor murmuraba.
Lo miraban raro. Se le acercó
una niña y le pidió
que le dejara acariciarle el pico.
El Pájaro accedió resignado.

“Es suave”, dijo la niña
y se alejó sonriendo.

Tres o cuatro turistas
le sacaron fotos,
pero nadie tomó su pedido.
Los empleados le tenían miedo,
supongo.

El Pájaro se levantó
del asiento con graciosa lentitud. Volvió
a su andar cansado.
El cielo se nubló, con nubes que parecían
explosiones atómicas.
Rayos, truenos, relámpagos. Lluvia.

Y el Pájaro, sin paraguas,
soportando el aguacero,
con cara de nada,
en alguna calle de nombre extraño,
que ya ni me acuerdo.

Entró a un hotel, tocó el timbre
de la recepción y esperó,
empapado, pero sin temblar.

El encargado era muy petiso, y
mucho más petiso resultaba
en relación al Pájaro. Tenía cara
de mandioca y cejas robustas negrísimas.

“¿Qué desea el señor?”, preguntó,
achinando los ojos.

“Deseo una habitación”, dijo el Pájaro.

“Me temo que… en fin,
usted sabrá entender,
en este hotel
no admitimos pájaros.
No es nada personal, si fuera por mí
no habría inconveniente,
los pájaros me caen muy bien,
tengo muchos amigos que son pájaros,
somos todos criaturas de
Dios, pero…”, dijo el encargado
parpadeando muy rápido.

“Comprendo, no se altere.
Tenga usted muy buenas tardes”,
dijo el Pájaro, y luego
de un contundente estornudo, volvió
mansamente a la calle
y a la lluvia, sin dar siquiera un portazo.
Era un tipo elegante.

En todos los hoteles, albergues,
hospedajes, y hosterías que
preguntó obtuvo
la misma negativa.

Para entonces ya no llovía,
así que pasó la noche
durmiendo en un parque público.

Fue noche de luna llena.
El Pájaro durmió profundo,
sin soñar nada.



2

Se levantó con dolor de cabeza,
como de una resaca. Se lavó
la cara en el baño
de una estación de servicio,
sin mirarse al
espejo. Y siguió deambulando
por la ciudad, hasta el mediodía,
más o menos.

Se sentó a la sombra de un jacarandá;
no
quería pensar,
le dolían las patas muchísimo.
Vio entonces venir, a lo lejos,
a una vieja cargando las bolsas de las compras,
con gran dificultad.
Parecía un triciclo con
una rueda de menos. El Pájaro
se puso de pie y le ofreció
ayuda. “Muy amable es usted,
señor Pájaro”, dijo la vieja, y
le pasó la mitad de las bolsas.
El Pájaro insistió en llevarlas todas.
Pesaban mucho, pero el Pájaro era muy fuerte;
para él
no pesaban casi nada.

La casa de la vieja tiene un jardín,
repleto de lilas, dalias,
jazmines del cielo, hortensias
y alegrías del hogar. El Pájaro
aceptó el té con cubitos de hielo
que le ofreció la vieja. Lo fue
bebiendo de a sorbos,
con la mirada extraviada
en una vaquita
de san antonio, que caminaba
por la mesa de la cocina.

“Muy amable es usted, señor Pájaro”,
dijo la vieja, sonriendo con dientes amarillos,
como el choclo.

“El fuerte socorre al débil.
Esa es la ley del mundo”, dijo el Pájaro.

“Dice usted cosas muy lindas, señor Pájaro”,
dijo la vieja,
sirviéndose más té de una jarra
de cristal empañada por el frío
de la heladera.

“Me gusta el té frío. Es muy sabroso.
Y calma la sed”, dijo el Pájaro.

“¿Le gusta mucho?”, preguntó la vieja.

“Sí, mucho”, dijo el Pájaro.

Había un ruido de grillos de fondo.

“No me gusta esta ciudad”, dijo el Pájaro.

“A mí tampoco. Está muy sucia,
me molesta la humedad”,
dijo la vieja.

“Donde hay humedad, hay vida,
sin embargo”, dijo el Pájaro,
con los ojos muy abiertos.

“Puede ser, pero a mí,
la humedad me molesta”, dijo la vieja.

“Eso no lo niego”, confirmó el Pájaro.

Jugaron a las cartas, a las damas chinas,
al ludo y al ajedrez,
en ese orden. Se hizo de noche.

Prepararon la comida.
Cortaron la cebollita de verdeo
y la
frieron. Cortaron
en daditos el tomate.
Cortaron en fina juliana
la zanahoria.
Le quitaron los carozos
a las aceitunas. Desgranaron los choclos.
Rellenaron las empanadas, enmantecaron
la fuente,
y las doraron a horno moderado.

Abrieron el vino
blanco, bastante espeso, y bebieron
a la salud de Dios y de los
ángeles, porque los dos eran muy cristianos.

Después de comer, charlaron otro rato
y jugaron la revancha
de un partido de truco.
El Pájaro siempre ganaba; a la vieja no
le molestaba perder.

“Tengo que llevarle la sopa al viejo.
Acompáñeme, por favor,
si es usted tan amable”, dijo la vieja.

“Será un placer, dulce señora”, dijo el Pájaro.

La vieja fue hasta la cocina,
abrió la heladera, sacó un plato
de sopa fría y le puso sal.
El Pájaro la siguió hasta el cuarto del
fondo, oscuro y húmedo.

El viejo estaba tendido en la cama,
con los ojos abiertos,
apenas visibles
por la luz que irradiaba un velador;
luz alimonada, imprecisa.
Había también una silla reclinable; allí se
sentó la vieja, al lado de la cama,
y le dio cucharadas de sopa
en la boca al viejo, con pulso flojo.

El viejo se limitaba a sorber y a emitir
ruidos diversos de agonía.
Al terminar, la vieja
le dio un beso en la frente
y rogó al Pájaro:

“Cuéntele algo, háblele, señor Pájaro,
por favor”.

El Pájaro, tras un suspiro,
carraspeó y dijo:

“Señor mío, con
todo respeto, le voy a contar una
historia muy antigua. Una
historia muy cierta.
Juro que es verdad todo lo que digo.
Una mujer muy joven, preciosa,
no diré el nombre, esposa de un
príncipe poderoso,
se paseaba por el jardín de palacio, y al
llegar a la fuente escuchó
una voz que le decía: «es usted hermosa,
princesa».
La princesa se acercó a la fuente
y vio un pez
dorado; era el pez
el que le hablaba. Le recitó poesías.
La enamoró con sus ojos azules.
La joven no dejó de visitar
la fuente todas las tardes.
Finalmente, una
de esas tardes, el pez
le pidió un beso.
La princesa tuvo que hundir
la cabeza en la fuente para
complacerlo. Cerró los ojos.
Ni bien se tocaron los labios, los
volvió a abrir.
Estaba en la habitación del pez,
una gigantesca
concha marina, iluminada por luciérnagas.
La princesa tenía
ahora brazos de pulpo,
y el pez era enorme, con cabeza de pez
y cuerpo de caballo,
y la tomó en sus brazos humanos,
y la enredó con su lengua de sapo.
Y la lengua y el abrazo fueron tan
pegajosos
que la princesa empezó a transpirar miel,
de puro
placer. Y se abrieron todos sus poros,
y el hombrepezcaballo
los penetró con todas sus espinas.
Y en un grito de gozo, la
princesa sacó el rostro del agua,
y cayó desmayada al punto.
Los sirvientes la encontraron
tendida sobre la hierba con los
ojos abiertos,
perdidos en otro mundo, tiesa.
Y jamás despertó
de ese sueño.
Es una estatua de sal
que adorna los jardines de un palacio
que hoy debe estar abandonado.
La única estatua
del mundo de una persona que duerme y sueña.
Soñar puede
hacernos muy felices,
a veces, buenas noches”,
saludó al viejo
el Pájaro, respetuosamente.

“Muy amable es usted, señor Pájaro,
por contarle una historia tan hermosa
a mi marido” dijo la vieja,
y volvió a besar la frente del viejo,
que roncaba como roncan los borrachos,
un poco para adentro,
de un modo entrecortado.

La vieja le mostró el cuarto
de huéspedes al Pájaro,
y le indicó la cama donde podía dormir.
El Pájaro agradeció a la vieja
la hospitalidad con dulces palabras.
Se desearon mutuamente
buenas noches. Los perros, afuera,
ladraban muy fuerte.




3








“Horizontales, 1.
Montaña de Grecia”,
dijo la vieja.

“Atos, si bien
la transliteración correcta
sería Athos, con th”,
dijo el Pájaro.

“Horizontales, 5.
(Vía) Antigua
calzada romana”, dijo la
vieja.

“Apia”, dijo el Pájaro.

“Horizontales, 9. Aliente,
estimule”, dijo la vieja.

“Anime”, dijo el Pájaro.

“Horizontales, 10.
Forma natural del lenguaje”,
dijo la vieja.

“Prosa,
aunque no tenga nada de natural,
en mi humilde opinión”,
dijo el Pájaro.

“Horizontales, 12.
Que sólo existe en el pensamiento”, dijo
la vieja.

“Ideal”, dijo el Pájaro,
reservándose un oscuro comentario.

“Horizontales, 13.
Prado entre tierras labrantías”, dijo la
vieja.

“Rodil”, dijo el Pájaro, bostezando.

“Horizontales, 14. Igualdad de nivel”,
dijo la vieja.

“Ras”, dijo el Pájaro,
encorvando ligeramente la espalda.

“Horizontales, 15. Vendo
sin cobrar en el momento” dijo la
vieja.

“Fío”, dijo el Pájaro,
extraviando la mirada en el suelo.

“Horizontales, 17. Órgano locomotor
de las aves”, dijo la
vieja.

“Ala”, dijo el Pájaro,
riendo con ganas.

“Horizontales, 18.
Palo de la baraja española,
plural”, dijo la vieja.

“Oros”, dijo el Pájaro,
pensando en cualquier cosa.
(…)

“Horizontal, 31. Unidad
funcional del cromosoma”, dijo la
vieja.

“Gen” dijo el Pájaro.

“Horizontal, 32. En fútbol, tanto”,
dijo la vieja.

“Gol” dijo el Pájaro.
(…)

“Horizontal, 35. Espíritu celestial”,
dijo la vieja.

“Ángel”, dijo el Pájaro, piadosamente.
(…)

“Horizontal, 41.
(El rey) Personaje de Shakespeare”, dijo la
vieja.

“Lear”, dijo el Pájaro, sin dudarlo.
(…)

“Verticales, 38. Moneda japonesa”,
dijo la vieja.

“Yen”, dijo el Pájaro.

“Está listo. Terminamos”,
dijo la vieja,
sonriendo con dientes amarillos
 como el choclo.






4


El Pájaro y la vieja
sacaron a pasear al viejo
en su silla de
ruedas. Fueron a la Costanera.
No les quedaba tan lejos. Unas
quince cuadras, más o menos.

El río estaba calmo y marrón.
Mucha gente jugaba en el
agua, otros sólo tomaban mate
o se mojaban, muy de vez en
cuando, los pies,
como para aliviar el calor.

El viejo, siempre con los ojos
bien abiertos y la mirada vacía,
clavada en quién sabe qué.

“¿Le gusta el río?”,
preguntó al Pájaro la vieja.

“Me gusta”, respondió el Pájaro.

“Cuando era chica, venía siempre a pescar.
Con mi papá. Mi
papá era zapatero. Y poeta”,
dijo al Pájaro la vieja.

“Me gusta los poetas”, dijo el Pájaro.

“A mí también. La poesía es hermosa,
señor Pájaro”, dijo la vieja,
con los ojos llenos de lágrimas.



5


“Llévele la sopa a mi marido,
hágame el favor, si es usted
tan amable”, le pidió
la vieja al Pájaro. El Pájaro obedeció sin
chistar, le gustaba complacerla.

Fue hasta la habitación oscura
y húmeda del fondo de la
casa, y le hizo tomar la sopa
a cucharadas al viejo, no sin ternura.

El viejo, por momentos, parecía gruñir,
pero la mayor parte del tiempo
respiraba entrecortadamente.

“Le voy a contar una historia,
con todo respeto, si usted me
lo permite” dijo el Pájaro,
y el viejo no dijo nada.

“Había un hombre que vivía
en un sótano. No vivió toda la
vida ahí, pero,
en un momento se cansó de su esposa,
de sus hijos,
su trabajo lo aburría,
no le quedaban amigos. Entonces
se mudó al sótano,
sin decírselo a nadie. Y en el sótano, forjó
con cerámica un doble y le dio vida,
haciéndole cosquillas en
la panza. Ni bien el doble
abrió los ojos, se arrodilló esperando
órdenes. El hombre le dijo
que fuera al mundo de arriba, para
reemplazarlo. El doble acató la orden.
Y nadie notó la diferencia. Nadie.
Es un cuento con moraleja, creo. Cualquiera puede
ser reemplazado por un doble
de cerámica, sin que nadie note
la diferencia”, dijo el Pájaro
y se quedó dormido, sentado en
la silla junto a la cama
del viejo que siempre agoniza y respira
entrecortadamente.



6


En el sueño,
el Pájaro había perdido las alas.
Tenía el pico
tan grande que le costaba caminar.
Encontró un huevo. El huevo se abrió
y un ojo con patas de araña
salió corriendo de
adentro. Sobre los hombros
del Pájaro había un niño, que le
golpeaba la cabeza como si
fuera un tambor.
Y el niño tamborileó en la cabeza
del Pájaro a ritmo de salsa, de tango, de
rock and roll, de chachachá,
etcétera. Despertó el Pájaro en el
suelo frío de la habitación
húmeda y oscura. Se había caído,
sin querer, de la silla.
Su reloj de pulsera
marcaba las tres de la
mañana. Sudaba a mares.
Le dolía bastante
la cabeza.



7


Desayunaron café con leche,
y medialunas caseras. En la
radio pronosticaron lluvias
torrenciales para la tarde.
La vieja
se puso a tejer una bufanda
en punto arroz. El Pájaro leía el
diario, mientras tanto,
con expresión taciturna.

“¿Algo le molesta? ¿Se siente usted bien,
señor Pájaro?”,
preguntó la vieja.

“No es nada señora, estoy bien”,
dijo el Pájaro, encendiendo
un habano.
El humo borroneó
el borde de las cosas,
mientras
sonaba, de fondo, Just a Gigolo en la radio,
por Louis Armstrong.

“¿Le gusta el jazz, señor Pájaro?”,
preguntó la vieja, lavando los platos.

“No está mal”, dijo el Pájaro.

“A mí me gusta Louis Armstrong”,
dijo la vieja.

“Tiene voz de buena gente”,
admitió el Pájaro.

Y Louis siguió cantando.



8


Fue un Jueves caluroso y húmedo.
El Pájaro se despertó pegado al colchón.
Se levantó como se levantaría
un muerto. Se
duchó con agua fría. Fue hasta la cocina.
Se sirvió un vaso de
leche. La vieja estaba sentada
con los pies en una palangana,
abanicándose con el diario.

“Terrible el calor”, dijo la vieja,
con voz apagada.

“Terrible, sin dudas”,
confirmó el Pájaro.

“Nos vamos a derretir todos”,
dijo la vieja, con sonrisa de
choclo.

“Es cierto”, dijo el Pájaro,
untando manteca en una tostada.

Más tarde, el Pájaro acompañó
a la vieja a comprarse unas
sandalias. La vieja se probó
unas cuantas. Pasearon, al calor
del sol matutino, por muchas zapaterías.

Finalmente, la vieja
se decidió por unas sandalias blancas.
El Pájaro pagó, quería
hacerle un regalo. Las sandalias le costaron
33 pesos, con 22
centavos.



9


Alquilaron unas bicicletas.
Subieron por un camino de grava
hasta una planicie ondulada,
plagada de cipreses y pinos
de un verde liquen. Al pie de
una ladera rocosa con forma de
hipopótamo hicieron un picnic.
La vieja traía en su canasta
pastel de manzana.
El Pájaro traía
en la mochila empanadas de
carne (frías), y jugo exprimido
de naranja,
con hielo picadito.
Corría un viento húmedo
que los despeinaba. Se les acercó
un niño, idéntico al que había
soñado el Pájaro. Se sentó con
ellos, en silencio,
sin pedir permiso.
Le convidaron empanadas y jugo.

“¿Le gustan los niños?”, preguntó al Pájaro la vieja.

“No mucho”, dijo el Pájaro.

“A mí me gustan los pájaros”,
dijo el niño al Pájaro, acariciándole el pico.

“Se está haciendo de noche”,
dijo la vieja, algo preocupada.

“Vengan a casa”, dijo el niño,
con voz chillona.

Bajaron por un sendero
hasta un valle de álamos eléctricos.
Caminaron bordeando el Río Plateado.
El niño los condujo
hasta un bungalow de dos plantas,
contiguo a un establo de
vacas negras, un gallinero
y una porqueriza con techo de chapa
oxidada.

Tocaron el timbre. Los atendió una flaca,
afilada y
rubia, de ojos naranjas.

Los hizo pasar. Todas las sillas
estaban ocupadas por gatos
gordos y grises. Optaron por sentarse en el piso
de madera recién encerado.

La flaca se perdió
de vista un momento. Volvió con tres
tarros de cerveza.
El niño fue el primero en terminarla,
de un
trago largo. El Pájaro y la vieja
bebieron con moderación. La
flaca se abstuvo, argumentando
que la cerveza la ponía nerviosa.

“No es correcto que los niños
beban cerveza”, dijo la vieja.

“Ocúpese de sus asuntos, abuela”,
dijo el niño, con una voz
tan amable, que nadie pudo ofenderse.

La flaca encendió su
pipa, dibujando con el humo
un gato enojado.




10


Desayunaron mate con tortafritas.
El niño salió afuera a jugar
con el Pájaro a la pelota.
El Pájaro atajaba, el niño pateaba
penales. La vieja y la flaca,
sentadas en el piso de la sala de
estar, intercambiaban palabras
y miradas amistosas.

Horas más tarde,
el Pájaro y el niño volvieron para tomar
algo fresco, creo que jugo de pomelo.

La flaca le preguntó
al Pájaro cuál era su poema favorito.
Y el Pájaro dijo que le
gustaba mucho la primera parte
de un poema que escribió una
mujer llamada Susan Griffin, que dice así:

“Este poema es para una mujer que lava los platos.
Este poema es para una mujer que lava los platos.
Hay que repetirlo
Hay que repetirlo
Una y otra vez
Una y otra vez
Porque la mujer que lava los platos
Porque la mujer que lava los platos
No oye muy bien
No oye muy bien…”

“Es muy bueno”, dijo la flaca,
dibujando con el humo de su
pipa el signo de exclamación.



11


Se despidieron de la flaca
y del niño. Montaron en sus bicicletas y volvieron
por donde habían venido.

El viejo estaba cortando
el césped del jardín con unas tijeras
enormes. La vieja soltó la bicicleta
y corrió a abrazarlo. El
viejo, sorprendido, recibió besos
por todo el rostro.

“¿Qué te pasa, mujer?” preguntó el viejo,
bastante agitado.
La vieja no pudo articular palabra.

“Le diré lo que sucede, buen hombre”,
dijo el Pájaro, y agregó: “ha estado usted, por años,
según me contó esta dulce señora,
sumido en un profundo sueño, y, a decir verdad,
ya lo dábamos por muerto
o algo por el estilo”.

“A usted no lo conozco,
aunque su voz me suena de algún
lado”, dijo el viejo.

“Yo soy el Pájaro.
Le conté unos cuentos mientras dormía”,
dijo el Pájaro.

“Ya veo”, dijo el viejo.

Iba a llover, así que entraron a la casa.
Ladraban los perros.



12

“Cuénteme un cuento,
señor Pájaro”, dijo el viejo.

“Muy bien, le contaré
a usted un cuento… Veamos, había
una vez una mujer invisible.
No era un fantasma,
era bien concreta y consistente.
Pero invisible…”

“Ya veo, ¿y qué pasó?”,
preguntó el viejo.

“Pasó lo que siempre pasa.
La mujer se enamoró.
Se enamoró del hombre
más hermoso del mundo,
como todas las mujeres.
El hombre era perfecto.
Trabajador, buen amigo, tierno,
y con un cuerpo duro y cortante,
como debe ser el cuerpo de
los hombres bellos.
Su mirada era tan penetrante
que nadie se
atrevía a mirarlo a los ojos,
y las mujeres temblaban con sólo
acercársele”, dijo el Pájaro.

“Ya veo, ¿y qué pasó?”,
preguntó el viejo.

“Pasó que la mujer invisible
comenzó a hablarle.
Le preguntaba cosas,
se reía de sus bromas.
El hombre más hermoso
del mundo pensó que se estaba
volviendo loco, que escuchaba
voces de una mujer que no existía.
Pero la mujer existía, sólo
que era invisible”, dijo el Pájaro.

“Ya veo, ¿y qué pasó?”,
preguntó el viejo.

“Pasó que una noche sin luna,
la mujer invisible se metió en
la cama del hombre más hermoso
del mundo.
Hicieron el amor
toda la noche. Y al amanecer
la mujer ya era visible.
Pero el hombre más hermoso del mundo
había desaparecido. Seguía
existiendo, pero nadie podía verlo.
Nadie excepto la mujer que
había sido invisible”, dijo el Pájaro.

“Ya veo, ¿y qué pasó?”,
preguntó el viejo.

“No pasó nada más,
ahí se acaba el cuento”,
dijo el Pájaro.


13


A los pocos días,
el viejo desapareció. Lo buscaron por el
barrio, pero no lo encontraron.
Publicaron avisos en los diarios,
repartieron un dibujo
que del viejo hizo el Pájaro por toda
la ciudad. Nada. La vieja
estaba muy triste, y lloraba todas las
noches, como un gato en celo.
No podía dormir. El Pájaro la
consolaba cantándole canciones japonesas,
que tocaba en un
piano de juguete rojo y verde.

“¿Por qué se fue? No lo entiendo”,
repetía la vieja.

“No sé. Tendría que hacer
algo en otra parte, quién sabe. O
se volvió loco, de tanto dormir.
Si uno duerme demasiado, la
lucidez se pierde”, dijo el Pájaro.

“Hay que ir a buscarlo”,
dijo la vieja.

“¿Tiene usted idea de dónde pueda estar?”,
preguntó el Pájaro, pero no hubo respuesta.

Fueron a la estación de tren
y compraron dos boletos clase
turista al primer pueblo
que se les cruzó por la cabeza: Bahía
Negra, para ser exactos.
El viaje duró seis horas.
Descendieron en una estación
de madera despintada de un celeste
agua. Había tanto viento,
que la vieja precisó ayuda del Pájaro
para no caerse.
Menos mal que el Pájaro era fuerte.

Las ovejas y las vacas andaban
sueltas por el pueblo.
Las calles eran de tierra
y estaban húmedas. Preguntaron si habían
visto al viejo.
Mostraron el dibujo que había
hecho el Pájaro.
Nadie sabía nada. Decidieron pagar
una habitación en la única
posada del lugar,
para pasar la noche tranquilos,
y seguir buscando al viejo por la mañana,
ya más descansados. El dueño
de la posada dudó en dar asilo al Pájaro.

“Es un tipo muy raro. Parece un pájaro.
Me va a espantar a
la clientela”, dijo.

“Es mi hijo”, le dijo la vieja.

“Usted disculpe, señora”,
dijo el posadero, rojo de vergüenza,
y le entregó las llaves del cuarto
55.



14


“Cuénteme uno de esos cuentos
que usted cuenta, señor Pájaro,
si es usted tan amable”,
dijo la vieja.

“Será un placer, dulce señora”,
dijo el Pájaro y agregó:

“Esta es la historia de Cristina,
que fue una mujer muy santa.
Nació en Tiro, provincia de Toscana,
no lejos de Roma.
De niña, Cristo se le aparecía en sueños
y le mostraba un jardín
donde jugar. Había hamacas y toboganes
en el jardín, y tortugas gigantes y cotorras.
Y ella allí jugaba con los ángeles y
cantaba canciones celestiales.
Los árboles eran rojos, con flores verdes.
Cuando despertaba se hincaba
a los pies de la cama
a rezar por horas. El padre
se volvía loco y la mandaba azotar.
A los ojos del padre, que se llamaba Urbano,
y era gobernador de la región en tiempos
de Diocleciano, rezar era cosa de
gente débil y estúpida. Como la niña,
a pesar de la crueldad
del padre, no escarmentaba y amaba a Dios
más que a ella misma, Urbano le ordenó
usar unas sandalias con pinchos de
hierro que le hacían sangrar los pies
en sus paseos matutinos;
y los vecinos, al verla pasar,
se reían de su mala suerte. Dos
soldados del gobernador la obligaban
todos los días a pasear,
no podía negarse. La niña cayó enferma,
desde luego. Se la
pasaba en cama, con altas fiebres
y sudoraciones. Se le cayeron pronto
las carnes de las piernas,
quedando los huesos desnudos. Pero no
renegó de su fe. Y en tono lastimero le decía a
su padre:

«Si tienes hambre, come de mi carne».

Urbano, harto de la niña, la mandó quemar.
Pero el fuego, por orden de Dios,
que se apiadó de la niña,
se volvió una araña gigante
y en una noche acabó con los infieles,
incluido Urbano, que
murieron asados entre gritos y quejas
de dolor absoluto, sólo
para padecer en la otra vida
los tormentos del infierno. El juez
Dión ocupó el lugar del padre muerto.
Y mandó a que quemaran a la niña en un caldero
de aceite hirviendo. Pero el aceite
no quemó a la niña, o a lo que quedaba de ella,
que era, de la
cintura para abajo un esqueleto.
Dión murió del susto, y miles
se convirtieron a la fe de Cristo.
El sucesor de Dión fue Julián,
el bárbaro. Julián mandó encerrar
a la niña en una burbuja de
cristal, llena de serpientes venenosas,
cocodrilos y abejas carnívoras. Y las bestias
y los insectos le rendían culto a la santa,
y ella les cantaba las canciones
que cantaban los ángeles en
sus sueños, y las bestias y los insectos
lloraban de alegría, por
obra y gracia del Señor. Entonces
Julián mandó que le cortaran
la lengua. Pero ella habló
sin mover la boca. Y su voz era más
potente y clara que nunca.
Finalmente, le cortaron la cabeza,
y Cristina ascendió al cielo victoriosa,
y fue recibida por una
corte de seres bienaventurados.
El veinticuatro de Julio es el
día de santa Cristina.
Bendita sea ella, benditos seamos en su
nombre, amén”


15


Pasaron tres semanas. Se acostumbraron al pueblo,
pero no
encontraron al viejo.
“Debe estar en algún lugar bonito”,
dijo la vieja, con lágrimas en los ojos.
“Sí, en un lugar bonito”, dijo el Pájaro,
y la abrazó muy fuerte.

Estaban en los bordes del pueblo,
en una calle de tierra amarilla como el choclo,
frente a la estatua de un perro labrador
de cinco metros, esculpida en mármol.
A la izquierda se alzaba
la capilla de la Virgen del Rosario,
de ventanas tremoladas y
magníficos vitrales. El cura estaba en la entrada,
protegiéndose del sol,
fumando un habano cubano.

Se le acercaron, a paso lento.
“¿Cómo le va, padrecito?”, dijo la vieja,
tosiendo.
“Muy bien, señora, ¿y a usted?”,
dijo el cura.
“Muy bien, ¿no ha visto a mi viejo?”,
preguntó la vieja.
“No, señora, no lo he visto.”, dijo el cura,
echándole humo
en la cara, lo que disgustó al Pájaro.
“Rece por él, padrecito.
Para que no pase hambre ni sed”,
dijo la vieja, llorando.
“Así lo haré, no se inquiete”,
dijo el cura, pasándose la lengua por los labios,
lo que disgustó al Pájaro.

Entonces apareció el niño.
Venía montado en un burro y
dijo:

“¿Otra vez ustedes? ¿Se perdieron?”

“Buscamos al viejo”, dijo el Pájaro.

“Vengan conmigo”, dijo el niño.

Cruzaron un breve salar
bajo el sol del mediodía.
Pasaron
por delante de otra estatua
de perro labrador, pero esta era
como de diez metros,
y estaba hecha en bronce. Atravesaron
un puente colgante, entre dos acantilados.
El puente parecía
poco firme, pero el niño
lo atravesó en burrito sin preocuparse.
La vieja y el Pájaro lo seguían de cerca,
a paso de tortuga. Y el
niño cantaba, por lo bajo,
una canción que decía:

“…Tú, todo mi tú has sido,
Yo, todo tu yo
es mío…”


16


Hicieron noche a campo abierto, alrededor de una fogata,
improvisada por el niño.
“Me han dicho que usted cuenta cuentos, señor Pájaro. ¿Por
qué no nos cuenta uno?”,
dijo el niño.
“Has hecho el fuego, eres un buen niño.
Me gustas. Voy a
contarles un cuento. Le sucedió
a un amigo mío. Es todo cierto, lo juro.
Una vez, mi amigo se fue a dormir,
y había luna
llena. Se le apareció una cabeza flotante.
La cabeza de un caballo. La cabeza le advirtió
que conocería a una mujer terrible.
Le advirtió que la mujer era un demonio,
y que le sería difícil
resistir sus encantos. Debía abstenerse
de yacer con ella, pues
lo hijos de tan corrupta unión, si llegaban a nacer,
serían frutos
del caos, monstruos espantosos.
Mi amigo no le prestó mayor
atención a la cabeza flotante.
Pensó que había bebido demasiado sake, o algo por el estilo.
Olvidó todo el asunto. Pasaron
dos años, y conoció a una mujer bellísima,
elegante como un
cisne, suave como el terciopelo.
Desposó a la mujer y tuvieron
seis hijos.
El hombre dormía plácidamente,
en otra noche de
luna llena, cuando volvió a despertarlo
la voz de la cabeza flotante.
«¿Qué quieres? ¿Por qué no me dejas en paz?»,
le dijo
mi amigo a la cabeza; quería seguir durmiendo.
«Dime dónde
está tu mujer, si eres tan sabio».
Mi amigo vio que lo que roncaba a su lado en la cama
era un dragón escamoso e inmundo.
«Sígueme, si quieres salvar el cuero»,
dijo la cabeza, y mi
amigo obedeció,
levantándose de la cama y caminando con
los pies descalzos,
tratando de no hacer ni el menor ruido,
aunque el piso de madera crujía
con cada leve movimiento.
En los otros cuartos dormían sus hijos dragones.
Siguiendo a la
cabeza de caballo flotante, el hombre salió
de su casa horrorizado.
«Les he inducido un sueño pesadísimo.
¡Quema la casa
antes que despierten!»,
ordenó la cabeza de caballo flotante.
Mi amigo obedeció al punto.
La casa ardió dos semanas, y el
fuego que echaba era verde como el jade”
dijo el Pájaro.
Y el niño quedó fascinado.


17


Amaneció neblinoso el día. Avanzaron, rodeados por un
blanco algodonoso. Detrás, las manchas de verde y rojo pare-
cían almas sueltas. El suelo era barroso. El burrito atravesaba
el paisaje de memoria. No quedaba más que confiar ciega-
mente en el animal.
“¿Falta mucho?”, preguntó la vieja.
Nadie respondió. La niebla se hacía más y más densa, hasta
que ya no pudo verse nada.
Caminaban en el vacío blanco y luminoso, se
guiaban por el ruido del trote del burrito.

Y el niño cantó una
canción que decía:

“ Allá en el horizonte voy
A plantar, muy bien, un día neblinoso
Mis pies
Allá en el horizonte soy
El árbol que una vez
un día neblinoso
Planté…”



18


El sol disipó la niebla
y se hallaron diminutos entre gigantes.
Los gigantes parecían humanos,
aunque eran tan altos que
no se veían sus cabezas.
Y los cuatro, incluido el burrito,
avanzaron por lo que parecía
la vereda de alguna avenida en alguna
enorme ciudad,
tratando de evitar ser aplastados
desde luego.

Se metieron por una boca de lluvia;
allí los esperaba un ratón con cara de canguro,
la mesa servida y el té listo.
Desayunaron tranquilamente,
a pesar del bullicio.


19


Tras el desayuno, siguieron la marcha,
internándose más y
más en las cloacas de la ciudad enorme,
dejando atrás al niño,
al ratón y al burrito.
Se toparon con una puerta azul abierta,
que daba a un patio con edificios de vidrio anaranjados,
de inmensas cúpulas
y chimeneas que soltaban humo amarillo,
como el choclo. Un
soldado, del tamaño de la mano izquierda de la vieja,
descansaba en posición fetal en el suelo.
La vieja lo despertó, y al ver
a esos dos gigantes,
el soldado huyó despavorido.



20


Las casas estaban abandonadas.
Parecía, sin embargo, que
la gente se había ido
hace sólo un instante.
La vieja revolvió un puchero
que alguien había dejado cocinando
sobre una
hornalla a fuego lento.
Se sentaron a comer en una mesa de
quebracho oscuro. De postre,
robaron unas manzanas de la
heladera. El Pájaro lavó los platos.



21


Se sentaron en un sillón
en la sala de estar, de la mano. Era
un sillón mullido. Daba gusto.

“Este lugar es muy tranquilo. Da gusto”, dijo el Pájaro.

“Cuénteme un cuento, señor Pájaro. Sea bueno conmigo”,
dijo la vieja.

“Muy bien, le contaré un cuento señora.
No recuerdo en qué
época, Jie Yan vivía en una cueva.
Había decidido apartarse de
las comodidades de la ciudad. Abandonó a su familia,
abandonó su hacienda.
Y se refugió en una cueva.

No pasaba privaciones, porque no deseaba nada.
No se sentía mal, porque no
tenía espejos.
No podía leer, porque no había llevado ningún
libro.
Los campesinos del lugar le traían comida.
Pensaban
que era un dios o un demonio.
Y por piedad o por miedo,
preferían mantenerlo bien alimentado.

Jie Yan agradecía el pan,
el arroz y el vino, dando prudentes consejos a todos.
Y así su
fama llegó a oídos de un rey vanidoso.

El rey fue a visitar al
asceta. Jie Yan lo recibió como recibía a todos,
con la misma
sonrisa, con la misma paciencia.

El rey le preguntó en qué
consistía la felicidad.

Jie Yan contestó que esa pregunta era la
causa de toda infelicidad,
y le aconsejó al rey no hacerse más
preguntas por el estilo.

El rey preguntó qué valor tenía ser un
rey poderoso, si todos vamos a morir,
y tal vez en la otra vida
no haya reyes ni esclavos, ni campesinos,
ni sirvientes. Jie Yan
contestó que ser rey es ser muy poco.
Si comparamos a un rey
con un volcán, con la lluvia, con el sol,
o con el viento, un rey
es un espejismo, señaló el sabio.

El rey creyó que Jie Yang le
faltaba el respeto, y lo atravesó con su espada.

«Fue un placer conocerlo», dijo el sabio,
hundiéndose en la paz de los
muertos.

El rey, dándose cuenta de su error,
volvió a palacio y
ordenó que se escribiera la historia
de Jie Yan en los muros de
las ciudades más importantes del reino.
Creyó que estaba así
salvando al sabio del olvido, pero,
en verdad,
su error es el que
nunca será olvidado”,
dijo el Pájaro.




22




23


Siguiendo las huellas
de lo que parecía ser un conejo,
se internaron en el bosque.

Los árboles eran obesos, amarillentos,
ovoides, con copas hundidas en la tierra
y raíces que apuntaban al cielo.

La vieja se acercó a un hongo de seis
o siete metros de alto,
más o menos, ocráceo, blanduzco,
con mechas peludas oliváceas o pardas y le preguntó
suelta de cuerpo:

“¿No ha visto usted a mi viejo?”.

“No tengo idea, señora”,
respondió el hongo, respirando por
todos sus poros.
Hinchándose y desinchándose cual molusco.

“Estoy triste”, le dijo la vieja,
abraźandolo.

“Yo sé qué es la tristeza,
por experiencia indirecta. Nunca he
estado triste, porque no tengo emociones.
Pero he visto muchos animales tristes.
La tristeza produce debilidad, si no me
equivoco. No se entristezca, señora.
No le hace bien”, razonó el hongo, 
y el Pájaro estuvo de acuerdo.


24


Llegaron hasta el final
de las huellas del conejo, y hallaron
bajo un sauce llorón
a una bestia muy rara durmiendo la siesta.

Se trataba de un suerte de pony con patas y cabeza
de conejo y unas
alitas de gaviota detrás de las orejas.

El Pájaro le advirtió que
no lo despertara, pero la vieja, desoyéndolo, zamarreó al bicho
hasta que abrió los ojos.
Y por cierto, tenía ojos de serpiente,
verdes y amarillos, como arvejas y choclos
respectivamente.

“Disculpe, señor monstruo,
¿no ha visto usted a mi viejo?”

La bestia habló de un modo incomprensible.

“Comprendo”, dijo la vieja
y agregó muy queda:
“Siga con su siesta”


25


Y la híbrida bestia soñó que dormía
bajo un sauce llorón. Y
en el sueño se le acercaban
la vieja y el Pájaro. Y la vieja lo
zamarreaba hasta despertarlo.
Y entonces, abriendo los ojos,
escuchó:

“xzdytec, 32fhxrt, ¿rd08grklsdf’a’woitrcxñke54p`sdlgfd?”

Y sólo atinó a responder:

“No entiendo lo que usted me dice, señora”.

“@4938srjds”, dijo la vieja
y agregó muy queda:
 “sñk22lñkf@fldksp”.



26


Subieron por las ramas
de un árbol con forma de escalera de
caracol. Mientras ascendían,
no sin dificultad, la vieja le pidió
al Pájaro:

“Cuénteme un cuento, señor Pájaro,
para matar el tiempo y
el cansancio”

“Muy bien”, dijo el Pájaro,
aflautando ligeramente la voz,
“le contaré un cuento, dulce señora.
En la era Yongjia, de la
dinastía Song hubo un hombre llamado Yan Zhitui
que tenía el
cuello muy largo.
Lo tuvo largo desde niño. De hecho,
cuando
la madre lo parió, lo primero que salió
de su entrepierna fue la
cabeza del bebé
y un cuello de unos dos metros de largo, más
o menos. El cuello se fue
estirando con el tiempo, y como a
Yan Zhitui su cuello le daba vergüenza,
escondía la cabeza en
la tierra, como los avestruces.
A los treinta años su cuello era
inverosímilmente largo,
y ya el hombre no podía ni caminar.
Imitó nuevamente al avestruz,
y el cuello llevó la cabeza hasta
el país subterráneo de los muertos.
Allí, los muertos le hablaron
de una gran inundación
que barrería el país, arruinando a
los campesinos.
Yan Zhitui sacó la cabeza de la tierra y estiró
el cuello entrando a palacio.
Comunicó al emperador el pronóstico de los muertos,
y el emperador mandó construir canales y diques
que evitaron el desastre.
Yan Zhitui fue nombrado
consejero del emperador.
Y ante cada dilema,
el hombre de cuello largo hablaba con
los muertos.
Y santo remedio”.


27


Ya bien alto,
caminaron sobre las nubes,
pero antes se quitaron los zapatos
para no ensuciar.
Así que caminaron sobre las nubes con los
pies descalzos.
Vieron a un demonio negro de feo rostro, pero
el demonio no los vio.
No tenía ojos.


28


Era una meseta de nubes.
La marcha se volvía interminable.
Vieron venir una embarcación surcando las nubes,
con las
velas desplegadas.
El viento la arrastraba por el cielo.
Era evidentemente un
barco fantasma.
Y el mascarón de proa,
una sirena de inmensos senos de madera barnizada,
cantaba:

“Al sur del mar de aire,
montaré un elefante,
tigres, dragones azules,
al sur del mar de aire,
montaré un elefante…”


29


Las nubes estaban húmedas;
era como caminar por un mar
blanco. A veces la vieja resbalaba,
y el Pájaro tenía que atajarla para que no se cayera.
Al Pájaro mismo le costaba avanzar.

El trazado se volvía intermitente,
había lugares vacíos de
nubes que dejaban ver para abajo.
Y abajo se veían volcanes
activos, chorreando lava,
y hormigas negras gigantes corriendo
para no derretirse.


30


Se hizo de noche.
La luna amarilla rodaba
por el mar de nubes, sin empantanarse.
El Pájaro, tendido junto a la vieja en el
suelo esponjoso, encendió un habano,
dejó escapar humo de
su pico brillante y dijo:
“Había una vez un gallo viejo,
en un pueblo cuyo nombre
prefiero olvidar, y el gallo,
en lugar de cantar todas las mañanas,
iba casa por casa,
golpeando la puerta de los vecinos.
Lo
hacía muy suavemente.
Y cuando el vecino
o la vecina salían
a recibirlo, les decía siempre:
«Tenga usted muy buen día», y
el vecino o la vecina le palmeaban
la cabeza y le daban maíz
en la boca.

Vino otro gallo al pueblo, sin embargo.
Y empezó
a cantar todos los amaneceres,
arruinando la rutina del gallo viejo.
Entonces riñeron. 
El gallo recién llegado
perdió los ojos
en la riña.
El gallo viejo murió desangrado.
El gallo recién
llegado comenzó a cantar a destiempo,
pensando que amanecía cuando era de noche.
El fantasma del gallo viejo lo volvió loco,
haciéndole ver soles nacientes
por todas partes”



31


El Pájaro describió mentalmente
el rostro de la vieja, tal
y como él lo veía:
“Un valle de huesos, nevado.
Cuevas de
fuego. Siete tigres con cuellos de serpiente.
Esferas de metal
flotantes.
Un cofre verde que chorrea sangre.
Parto una manzana y dentro hay un escarabajo vivo.
Llueve y se desborda
el Río Amarillo.
Veo una ciudad, un jardín, un cuarto oscuro
y húmedo.
Jugamos al ajedrez,
compramos sandalias. Hay un
viejo que agoniza.
Un niño, una mujer flaca y afilada.
Se nos
ha perdido el viejo.
Ahí estoy yo, en sus valles suboculares
sentado, pensando, describiendo su rostro
dentro de su rostro…”


32


“Yo nací…”, dijo el Pájaro a la vieja:
“..nací, como todos los
inmortales, antes del tiempo y del espacio.
Nacer es un decir, claro.
Nunca nací realmente.
Imagine usted algo totalmente indiferenciado,
una especie de mezcla de rayos y relámpagos. Es el
instante previo a todo lo que existe;
ni siquiera es un instante. 
Carece de cualidades,
de atributos. No se puede, en rigor,
afirmar nada de este sitio
que tampoco es un sitio
que ocupa un tiempo sin tiempo.
Y esto que no es nada, siéndolo todo en potencia,
virtualmente, si se quiere,
es luminoso, pleno y perfecto.
Rebosa en potencialidad,
quiere ser todo lo que no es, y así se desborda,
lloviendo en infinitas existencias:
almas y materia, todo
mezclado, claro.

He aquí los cinco axiomas del cósmos, debe
usted conocerlos de memoria, señora mía:

1) Cosas iguales a una misma
cosa son iguales entre sí;

2) Si a cosas iguales se añaden otras iguales,
los totales serán iguales;

3) Si de cosas iguales se restan cosas iguales,
los restos serán iguales;

4) Cosas que coinciden entre sí
son iguales entre sí;

5) El todo es mayor que la parte.

El quinto axioma es quizá el más discutible.

No todas las almas
son inmortales.
Algunas almas se evaporan de la existencia,
como si nunca hubieran sido, apenas nacen.

Mi alma inmortal
llovió del centro a la periferia del Ser, mezclándose con el
cuerpo de un Pájaro, por accidente.
Sabemos que no es fácil ser un Pájaro
en un mundo humano.
Pero este mundo no ha sido humano siempre.

Al principio de
este particular mundo, no hablaré de los otros,
resultaría tedioso,
todo estaba poblado por bestias amistosas,
con forma de
pelotas peludas, fosforescentes.

Una de las bestias dijo: «No
necesitamos más que diálogo franco y amigos».

Y esta premisa fue adoptada por todas
las bestias inteligentes, redondas,
peludas y brillantes.

Estas bolas se reproducían por esquejes,
pero también rebotando unas sobre otras.

Y este es el bosquejo
de eso que ustedes llaman sexualidad:
un montón de redondeles
rebotando unos sobre otros. Felices.
Yo conocí a muchas de estas bestias,
y en verdad, debo reconocer que eran excelentes personas.

Desarrollaron una civilización muy exitosa,
a base de rebotes y diálogos amenos. Se
alimentaban de insectos.
Por aquellas épocas abundaban
las arañas aladas. Y estos
bichos constituían una verdadera delicia
para las pelotas fosforescentes. Lamentablemente,
un brusco cambio climático
terminó con la especie y sus rebotes.
Llegó el desierto y el sol rojo implacable.
No había más que
alacranes gigantes, cactus y camellos silvestres.

Fueron milenios monótonos.
Por entonces me gustaba volar,
y recorría el
desierto de noche.
La luz de la luna era tan amable.
Siguiendo la ley de los contrastes,
al desierto sucedió una
lluvia de un siglo. Se inundó el mundo.

Nacieron peces y pulpos. Y unas piedras flotantes, cubiertas de almejas, bastante
inteligentes.

Recuerdo una conversación brevísima con una de
estas curiosas piedras:
“El tiempo es el reflejo deforme de lo eterno”,
dijo la piedra,
anticipando un pensamiento platónico.
“Quizá sea al revés”, dije yo, “quizá la eternidad sea una
copia malograda del tiempo”.
“El tiempo es algo que cambia.
Y lo que cambia es imperfecto”, dijo la piedra, cerrando el argumento.
A la era de las lluvias, sucedió una era templada,
ni muy
seca ni muy húmeda,
perfecta síntesis de las anteriores. El aire
se pobló de corpúsculos translúcidos,
tan livianos que flotaban
por todas partes.
Seres semejantes a perros alsacianos
fundaron una civilización bastante estable en el polo norte
si no me falla la memoria.

 Esta civilización pronto
gobernó el mundo. Sus principales enemigos eran
unas mariposas gigantes que,
al volar sobre las ciudades de los perros,
producían estragos en la arquitectura.

Los perros inventaron
un sistema de catapultas, en las cuales colocaban carbones en-
cendidos que, al golpear las alas de las mariposas,
las atravesaban, haciéndoles perder el equilibrio.
El remedio fue peor que
la enfermedad,
porque las mariposas caían sobre las ciudades
perrunas o sobre los suburbios de las mismas,
provocando estragos no menos graves que los que la medida defensiva buscaba contrarrestar.
El fin de esta civilización ocurrió, precisamente,
por una plaga de mariposas, en épocas primaverales.
Extrañamente, extinguida la especie perruna,
se extinguieron
progresivamente las mariposas.
Eran demasiado grandes, y
chocaban unas con otras en el cielo,
de forma un tanto absurda.
Las rocas inteligentes entraron
en un período contemplativo,
e hicieron del silencio el remedio
para el dolor que les
producía la vida.
Una serpiente rodeaba el mundo,
abrazándolo, dándole calor.
Tenía los ojos más claros que haya visto.
Cuando mordía
las nubes nevaba nieve verde.
La luna estaba unida a la tierra
por un puente de tortugas,
imagínese.
Atravesé el puente siguiendo
a un ejército de ojos
con patas de cangrejo.
En la luna habían muchos dioses.
Había un dios con cabeza
de rinoceronte y orejas de elefante.
Y de las orejas le salían
soles que iban a iluminar miles de mundos.
Había un dios con cabeza de árbol,
y sus frutos eran personas.
Personas delgadas como hojas,
y altísimas. Y estas personas construían
animales de barro lunar y les daban vida,
soplándoles aire en las orejas,
y los animales cruzaban el puente
de vuelta a la tierra, atropelladamente.
Había una diosa con cara de huevo,
y tenía mil tetas. Y de
sus tetas chorreaban ríos y mares que caían
a sus cauces en la
tierra.
Había un dios que era pura tiniebla
y sus brazos y piernas
eran multitudes de seres sufrientes.
Y el dios estaba en todas
partes y en ninguna,
y su centro era un silencio profundo.
Había un dios que era escriba,
y escribía a la luz de las velas
todos los libros, y todos los libros
cantaban todas las historias
con voces agudas,
y las historias fueron parte del aire; y aquél
que sabe oírlas, puede repetirlas. ¡Aleluya!
Y vi a un dios ermitaño de tres caras,
escondido en la cara
oscura de la luna.
Y había semidioses brujos que fabricaban quimeras,
criaturas híbridas: monos de piedra,
cocodrilos de seis mandíbulas,
zorros con chimeneas por ojos, espinos ardientes,
manzanas
aladas, gusanos de oro, hombros de mujer sueltos,
y laberintos de cuatro brazos sin ombligo.
Y de tanto experimentar,
fabricaron humanos.
Y los repartieron por el mundo, no sin
antes llenarles las cabezas con
brujería líquida y raras ideas
chispeantes.
Criaturas taimadas y miedosas.
Pero también raras y tiernas,
e incluso sabias. Dependiendo del día y la hora.
¡Aleluya!
Y la serpiente dejó de rodear al mundo
y se perdió en el abismo, mordiéndose la cola.

Y la luna se desprendió del puente
de tortugas, que cayeron al vacío,
gritando obscenidades rojas.
Y volando de regreso a la tierra,
sentí un ruido terrible a mis
espaldas y girando vi:

Al Día copular con la Noche
La Noche era una hembra invencible
Pero el Día fertilizó sus aguas opacas
Con chorros de semilla luminosa
(…)”



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